Me moría de ganas por sentirle a mi lado, por notar sus dedos peleando con los mios, por ver como uno se escapa para colocar un mechón rebelde tras la oreja.
Al mismo tiempo, sentada ante un montón interminable de apuntes, mientras el sol se colaba por mi ventana y se posaba sobre mis piernas deseosas de verano en esos vaqueros que a él tanto le gustaban, me moría de ganas porque apareciera en el umbral de mi puerta con esa sonrisa torcida que era tan suya.
Nada podía ser más diferente a lo esperado apenas un año antes, allí mismo, en aquella habitación, habíamos pasado las largas tardes de junio, perdidos entre miles de folios recubiertos de fórmulas y dibujos, deseando encontrar sentido a un montón de letras y números entremezclados, cruzados con algún beso inesperado y miles de caricias interrumpidas.
Volver a aquellos meses en los que sus manos se perdían entre camisetas flojas y deportivas rotas, en los que su mirada se sumergía en el cielo azul deseando pisar la cálida arena. Aquellos meses en los que los vaqueros cortos y las asas prometían verano, calor y lo inesperado...